En ocasiones, utilizamos las flores para expresar un sentimiento.

Adrián entró enfurecido en su nueva habitación. ¡Odiaba las mudanzas! Otra vez tendría que conocer las calles y hacer amigos empezando desde cero.
Se asomó por la ventana observando la ciudad. A apenas unos metros, otro edificio robaba la luz del día proyectando su opulenta sombra sobre el suyo. Una de las ventanas del avaro edificio se abrió, y lo que tras ella vio lo arrebató de sus pensamientos; Una hermosa muchacha, tumbada en la cama, hablaba a su madre. Ésta le colocaba bien la almohada. A pesar de la palidez irradiaba alegría. A su pelo lo envidiaba el oro y de sus labios alumbraban el amanecer. De súbito, dirigió su mirada hacia Adrián y tras unos segundos sonrió.

El muchacho retrocedió escondiéndose, rehén de aquellos castaños ojos, que durante la noche soñó. Pasaron los días, y fue costumbre en Adrián, arrancar una rosa blanca al volver del colegio. Los cogía de las verjas de un abandonado caserón.
Al llegar a su casa, se asomaba por la ventana tirando la blanca flor. Casi siempre caía en los pies de la cama de su secreto amor. Ella, la recogía con ansia y su faz se iluminaba, entonces llamaba a su madre, que la ayudaba a sentarse frente al bacón. Consumían las tardes entre risas y bromas, disimulando sentimientos que destacaban a la menor ocasión.
Cada vez que arrancaba la rosa blanca, miraba de reojo el rojo rosal de al lado: “Mañana le daré una roja… ¡Para que sepa de mi amor!” Pero jamás se atrevió.

Una trágica tarde, cuando fue a entregar la flor, encontró la cama bacía y sentada en ella a la madre llorando. Lo que la leucemia profetizaba por fin sucedió; La muerte trepó por la esperanza hasta alcanzar la habitación.
El entierro fue silencioso y amargo. Nadie se percató de la ausencia del muchacho entre tanto dolor. Pero cuando todos marcharon él apareció.
Presa del sufrimiento, dejo una rosa blanca al pie del nicho: “¿Por qué nunca te la di roja para que supieras de mi amor? Ya es tarde para decírtelo”…

La rabia lo dominó. Golpeó la mortuoria piedra con todas sus fuerzas para huir corriendo y no volver nunca más. De haber mirado a tras, hubiera visto la blanca flor teñida por la sangre derramada de su puño.

En ocasiones, las flores, nos cuentan los suyos.


Fin

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