Contigo en aquel tiempo yo andaba siempre absorta,
siempre a tientas, a punto de caerme, pero indemne y 
eterna, tomada de tu mano.
Ya casi te veía, lo mismo que al destello de un farol en la
niebla, una señal de auxilio en la tormenta.
Sí, tú, mi sombra blanca, transparencia guardiana,
mi esfinge azul hecha con el insomnio y el íntimo temblor
de cada instante,  igual que una respuesta que se
adelanta siempre a la pregunta.
Sin duda que en algún sitio estarán marcados tus pies
delante de mis pasos porque te interponías de pronto
entre mi noche y mi abismo.
Sospecho que convertías en refugios dorados mis
peores pesadillas, que apartabas las setas venenosas
y las piedras sangrientas y venciste acechanzas y castigos.
Tal vez hasta me contagiaras la sonrisa y lloraras
después un larguísimo tiempo con mis lágrimas, vestido
con mi duelo.
Después, mucho después, en esos años en que creí perderte
en algún laberinto o en una encrucijada, fue cuando me
dejaste a solas, tan mortal, en el destierro.
Quizás te convocaron desde lo alto para un duro relevo,
y acudiste como un vigía alerta sin mirar hacia atrás,
aunque a veces descubrí tu perfume de nube y de jazmín
en una ráfaga y hasta palpé la suavidad que dejala huida
de una pluma debajo de la almohada.
Ahora, ya replegada toda lejanía con un golpe ritual,
frente al fuego donde arde de una vez el lujoso inventario
de todo lo imposible, contemplamos los dos el muro que
no cesa, no aquel contra el que lloraríamos como estatuas
de sal a la inocencia, su mirada de huérfana perdida,
sino el otro, el incierto, el del principio y final,
donde comienza tu oculto territorio impredecible,
donde tal vez se acabe tu pacto con el silencio y mi ceguera.

de Eclipses y fulgores
Olga Orozco


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